GRANDES MINICUENTOS DE MIEDO ( SELECCIÓN DE PAQUI FORNIELES)











Sola y su alma. 

Thomas Bailey Aldrich


Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay más en el mundo: todos los seres han muerto. Golpean a la puerta.










Final para un cuento fantástico
I.A. Ireland

-¡Que extraño! -dijo la muchacha avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
-¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!
-A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.

Un creyente

George Loring Frost

Al caer de la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo :
-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
-Yo no - respondió el otro -¿Y usted? 
- Yo sí - dijo y desapareció. 




PATERNIDAD RESPONSABLE

Carlos Alfaro Gutiérrez (1947)


Era tu padre. Estaba igual, más joven incluso que antes de su muerte, y te miraba sonriente, parado al otro lado de la calle, con ese gesto que solía poner cuando eras niño y te iba a recoger a la salida del colegio cada tarde. Lógicamente, te quedaste perplejo, incapaz de entender qué sucedía, y no reparaste ni en que el disco se ponía rojo de repente ni en que derrapaba en la curva un autobús y se iba contra ti incontrolado. Fue tremendo. Ya en el suelo, inmóvil y medio atragantado de sangre, volviste de nuevo los ojos hacia él y comprendiste. Era, siempre lo había sido, un buen padre, y te alegró ver que había venido una vez más a recogerte.

Granos de mostaza, Madrid, Ediciones Internacionales Universitarias, 2000, pág. 32.

 Comentario Blanca Ballester
Comenzar a leer el cuento de Alfaro puede costarnos un nudo en la garganta a las víctimas de nuestros propios recuerdos, a los que la nostalgia nos hace ver a nuestro padre en el tipo sentado justo delante en el autobús, en el señor que compra el periódico en el quiosco de esa esquina, en el conductor parado a nuestro lado en el semáforo. Muchas veces se me ha encogido el estómago al reconocer una calva familiar, al ver un andar parecido, al creer oír una voz que ya no hablará para este mundo; muchas veces mi corazón ha querido saltar de alegría mientras que mi razón me repite lo que ya sé y me niego a creer. Después, muchas horas e incluso días después del reencuentro que no fue tal, mi corazón sigue enturbiado y en mi mente dudo lo indudable, como el protagonista del cuento.
Sin embargo, en el cuento de Alfaro la visión, por una vez, no es una alucinación. El protagonista (al que parece estársele explicando el porqué, como si lo hubiera olvidado por el atropello) ve a su padre, “más joven incluso que cuando murió”, en la acera de enfrente. Noqueado por la imagen (“lógicamente”), avanza inconsciente por la calzada, en donde un autobús lo embiste. En el paso entre la vida y la muerte comprende que su padre, una vez más, viene a recogerlo, esta vez de la vida, para acompañarlo y estar con él.
Es increíble la maestría con la que Alfaro condensa en un cuento breve, brevísimo (lo que dura un segundo de confusión y un atropello; casi una foto, una instantánea) una tan intensa emoción, revelación y esperanza. Y, sin embargo, no hay ni una nota de sentimentalismo, cosa que el lector, desorientado ya desde la primerísima frase (“Era tu padre”) agradece. Además, “Paternidad responsable” no permite resumen; cualquier intento de contarlo es más largo y menos efectivo que el cuento mismo; no le sobra ni le falta una palabra. Hay que leerlo.
El autor juega con la ambigüedad de manera delicada y perturbadora. Cierra el cuento y a la vez lo deja abierto; la puerta de par en par a preguntas, interpretaciones y debates transcendentales al tiempo que los aparta, o más bien los ignora, con elegancia. La historia que retrata es una de amor, de muerte y de fantasmas, y el final es feliz y triste a la vez porque no hay un final: es la historia del último segundo de la vida, del primero de la eternidad y del amor de un padre por su hijo, que une y traspasa a ambas.
Para todos los que hemos tenido un buen padre, que se ha ido joven, y para todos los que lo hemos visto alguna vez en retales de otras personas, el cuento de Alfaro es un trago agridulce, un brindis a las alucinaciones de la nostalgia, e incluso, por qué no, una razón para creer en un reencuentro tranquilo, sin lágrimas ni sentimentalismos, cuando todo haya terminado. Todo, menos el amor.






Que griten. Yo, como si fuese sordo. Que arañen sus elegantes forros de seda. A mí sólo me pagan para que vigile esto, no para que cuide de ellos ni para que me quiten el sueño con sus gritos. ¿Que bebo demasiado? No sé qué harían ustedes en mi lugar. Aquí las noches son muy largas… Digo yo que deberían tener más cuidado con ellos, no traerlos aquí para que luego estén todo el tiempo gritando, como lobos, créanme. Ahora bien, que griten. Yo, como su fuese sordo. Pero si a alguno se le ocurre aparecer por aquí, lo desbarato y lo mando al infierno de una vez, para que le grite al Demonio... Pero a mí que me dejen. Toda la noche, como les digo. Y tengo que beber para coger el sueño, ya me dirán. Si ellos están sufriendo, si están desesperados, que se aguanten un poco, ¿verdad? Nadie es feliz. Además, lo que les decía: tengan ustedes más cuidado. Porque luego me caen a mí, y ustedes no me pagan para eso, sino para cuidar los jardines y para ahuyentar a los gamberros, ¿no? ¿Qué culpa tengo yo de que los entierren vivos? Y claro, ellos gritan.

(Fuente: Grandes minicuentos fantásticos, Edit. Alfaguara)


Álbum familiar
Ednodio Quintero


«Y ésta es la foto de nuestro único hijo, muerto la tarde de su quinto cumpleaños».

Frías como cuchillos las palabras de la anciana surcaron el aire del corredor. Y en seguida, sin darme oportunidad para tomar aliento o, al menos, para buscar apoyo en una silla, otra frase se levantó de aquel hocico puntiagudo.

«Comprenderá que para una pareja de cuarentones se trataba de una pérdida irrecuperable; sin embargo, no nos resignamos: hicimos el intento y fracasamos. Desde entonces nos consagramos, día y noche, al cultivo de su recuerdo».

Mientras hablaba, la anciana dejaba que sus dedos amarillos se deslizaran sobre la fotografía. Imaginé un mundo de saña en aquella caricia prolongada. Busqué y no encontré huellas de amargura en la superficie de su rostro pálido, casi transparente. Confundido me asomé a la orilla de sus ojitos grises, y sólo pude ver mi doble rostro flotando en un pozo de aguas sucias.

Aturdido me alejé del corredor y durante un rato permanecí de pie, recostado a un naranjo, contemplando el amontonamiento de nubes en la colina de enfrente. El gris torcaza anunciaba una tarde lluviosa. Y el río que bramaba abajo en la ladera, con su carga de troncos, ovejas y miles de hojas secas, se había convertido en un obstáculo para mi huida: el único puente había sido arrastrado por la crecida, media hora después de mi llegada. Así que, me vería obligado a pasar la noche y el día de mañana y la otra noche bajo el techo de aquel manicomio.

Por un momento llegué a pensar que la anciana deliraba. Descarté esta idea y la sustituí por otra más tranquilizadora: no queriendo admitir el avance de su ceguera, la anciana actuaba con naturalidad, razón por la cual podía confundir el primer plano de un perro ovejero con el perfil de su único hijo, muerto la tarde de su quinto cumpleaños.

Arreció la lluvia, y como fiera enjaulada recorrí pasillos, salas y aposentos, y pude ver, colgados a las paredes, adornando une repisa o la esquina de una mesa, pude ver: bozales, cadenas y collares, estatuas de barro, máscaras y figuras de porcelana, fotos ampliadas, dibujos y grabados... La acumulación de signos de aquel extraño culto familiar aumentó mi desconcierto. Aquella noche dormir hubiera sido un acto temerario. Presentía que al cerrar los ojos, una avalancha de perros ovejeros entraría por la ventana, a dentelladas y mordiscos destrozarían las imágenes más queridas de mi sueño.

Con la agudeza de pensamiento producida por las noches en blanco me di a la tarea de buscar una explicación satisfactoria al asunto perros. Antes del amanecer, mis conjeturas se habían canalizado hacia dos posibilidades. Primera: la pareja, ante la imposibilidad de tener hijos, decidió adoptar el perro ovejero. Segunda: la mujer, efectivamente, parió el perro. En cualquiera de los casos, la muerte había aportado un final decente.

Me levanté muy temprano, hambriento y fatigado, dispuesto a no dejarme ganar por la locura. Esperen, no se vayan. Existe una tercera posibilidad, la vislumbré al final del desayuno cuando todos nos echamos a ladrar.

(Texto tomado del libro Cabeza de cabra y otros relatos publicado en 1993 por Monte Ávila Editores Latinoamericana)
La muchacha nueva

Fernando Iwasaki
Ninguno de nosotros quería que viniera la muchacha nueva. Todas son iguales. Todas nos cuentan historias espeluznantes cuando papá y mamá salen. Todas nos clavan los alfileres del miedo en los ojos desvelados.
Luzmila decía que sus amigas del orfelinato eran malísimas. A una la abofeteó el diablo, a otra la perseguían almas en pena y hasta hubo alguna que no podía comulgar porque la hostia se le incendiaba antes de recibirla. Nosotros rezamos para que la botaran y entonces vino Juvencia. Juvencia había nacido en las montañas, donde las brujas roban a los niños para hervirlos en ollas negras y donde hay fantasmas que provocan vómitos de sangre a quienes rozan con sus cuerpos de telarañas. A Juvencia la acusamos y así llegó la Guillermina. Guillermina era mala porque desenterraba muertos para robarles los dientes y preparar sus venenos. En su cajón tenía los muñecos de todos nosotros para ahorcarnos en cualquier momento y una noche la vimos invocar al diablo con una calavera. Mamá nunca supo cómo desapareció y a nosotros nos daba miedo decirle la verdad.
Esta noche nos quedaremos solos y la muchacha nueva nos ha amenazado con sus historias, pero no la vamos a escuchar. Todavía tenemos la calavera y le pediremos al diablo que también se la lleve.








La casa encantada


Anónimo: Occidente


Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a comenzar su conversación con el anciano.
Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a una fiesta de fin de semana. De pronto, tironeó la manga del conductor y le pidió que detuviera el auto. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.
-Espéreme un momento -suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole alocadamente.
Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondía a su impaciente llamado.
-Dígame -dijo ella-, ¿se vende esta casa?
-Sí -respondió el hombre-, pero no le aconsejo que la compre. ¡Un fantasma, hija mía, frecuenta esta casa!
-Un fantasma -repitió la muchacha-. Santo Dios, ¿y quién es?

-Usted -dijo el anciano, y cerró suavemente la puerta.

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