La mujer alta
Cuento de miedo
Pedro Antonio de Alarcón
[Nota preliminar: Edición
digital a partir de la edición de las OO. CC., Madrid, Fax, 1943 y cotejada con
la edición crítica de Laura de los Ríos (Madrid, Cátedra, 1984, 4ª ed.)].
-¡Qué sabemos! Amigos míos..., ¡qué
sabemos! -exclamó Gabriel, distinguido ingeniero de Montes, sentándose debajo
de un pino y cerca de una fuente, en la cumbre del Guadarrama, a legua y media
de El Escorial, en el límite divisorio de las provincias de Madrid y Segovia;
sitio y fuente y pino que yo conozco y me parece estar viendo, pero cuyo nombre
se me ha olvidado-. Sentémonos, como es de rigor y está escrito..., en
nuestro programa -continuó Gabriel, a descansar y hacer por la vida en este
ameno y clásico paraje, famoso por la virtud digestiva del agua de ese
manantial y por los muchos borregos que aquí se han comido nuestros ilustres
maestros don Miguel Rosch, don Máximo Laguna, don Agustín Pascual y otros
grandes naturalistas; os contaré una rara y peregrina historia en comprobación
de mi tesis..., reducida a manifestar, aunque me llaméis oscurantista, que en
el globo terráqueo ocurren todavía cosas sobrenaturales: esto es, cosas que no
caben en la cuadrícula de la razón, de la ciencia ni de la filosofía, tal y
como hoy se entienden (o no se entienden) semejantes, palabras, palabras y
palabras, que diría Hamlet...
Enderezaba Gabriel este pintoresco
discurso a cinco sujetos de diferente edad, pero ninguno joven, y sólo uno
entrado ya en años; también ingenieros de Montes tres de ellos, pintor el
cuarto y un poco literato el quinto; todos los cuales habían subido con el
orador, que era el más pollo, en sendas burras de alquiler, desde el Real Sitio
de San Lorenzo, a pasar aquel día herborizando en los hermosos pinares de
Peguerinos, cazando mariposas por medio de mangas de tul, cogiendo coleópteros
raros bajo la corteza de los pinos enfermos y comiéndose una carga de víveres
fiambres pagados a escote.
Sucedía esto en 1875, y era en el
rigor del estío; no recuerdo si el día de Santiago o el de San Luis...
Inclínome a creer el de San Luis. Como quiera que fuese, gozábase en aquellas
alturas de un fresco delicioso, y el corazón, el estómago y la inteligencia
funcionaban allí mejor que en el mundo social y la vida ordinaria...
-Creo que no me tacharéis de
visionario... Por fortuna o desgracia mía, soy, digámoslo así, un hombre a la
moderna, nada supersticioso, y tan positivista como el que más, bien que
incluya entre los datos positivos de la Naturaleza todas las misteriosas
facultades y emociones de mi alma en materias de sentimiento... Pues bien: a
propósito de fenómenos sobrenaturales o extranaturales, oíd lo que yo he
oído y ved lo que yo he visto, aun sin ser el verdadero héroe de la
singularísima historia que voy a contar; y decidme en seguida qué explicación
terrestre, física, natural, o como queramos llamarla, puede darse a tan
maravilloso acontecimiento.
-El caso fue como sigue... ¡A ver!
¡Echar una gota, que ya se habrá refrescado el pellejo dentro de esa bullidora
y cristalina fuente, colocada por Dios en esta pinífera cumbre para enfriar el
vino de los botánicos!
-Pues, señor, no sé si habréis oído
hablar de un ingeniero de Caminos llamado Telesforo X..., que murió en 1860...
-Yo también: un muchacho andaluz,
con bigote negro, que estuvo para casarse con la hija del marqués de Moreda...,
y que murió de ictericia...
-¡Ése mismo! -continuó Gabriel-.
Pues bien: mi amigo Telesforo, medio año antes de su muerte, era todavía un
joven brillantísimo, como se dice ahora. Guapo, fuerte, animoso, con la aureola
de haber sido el primero de su promoción en la Escuela de Caminos, y acreditado
ya en la práctica por la ejecución de notables trabajos, disputábanselo varias
empresas particulares en aquellos años de oro de las obras públicas, y también
se lo disputaban las mujeres por casar o mal casadas, y, por supuesto, las
viudas impenitentes, y entre ellas alguna muy buena moza que... Pero la tal
viuda no viene ahora a cuento, pues a quien Telesforo quiso con toda formalidad
fue a su citada novia, la pobre Joaquinita Moreda, y lo otro no pasó de un
amorío puramente usufructuario...
-Sí..., sí, voy al orden, pues ni mi
historia ni la controversia pendiente se prestan a chanzas ni donaires. Juan,
échame otro medio vaso... ¡Bueno está de verdad este vino! Conque atención y
poneos serios, que ahora comienza lo luctuoso.
Sucedió, como sabréis los que la
conocisteis, que Joaquina murió de repente en los baños de Santa Águeda al fin
del verano de 1859... Hallábame yo en Pau cuando me dieron tan triste noticia,
que me afectó muy especialmente por la íntima amistad que me unía a
Telesforo... A ella sólo le había hablado una vez, en casa de su tía la
generala López, y por cierto que aquella palidez azulada, propia de las
personas que tienen una aneurisma, me pareció desde luego indicio de mala
salud... Pero, en fin, la muchacha valía cualquier cosa por su distinción,
hermosura y garbo; y como además era hija única de título, y de título que
llevaba anejos algunos millones, conocí que mi buen matemático estaría
inconsolable... Por consiguiente, no bien me hallé de regreso en Madrid, a los
quince o veinte días de su desgracia, fui a verlo una mañana muy temprano a su
elegante habitación de mozo de casa abierta y de jefe de oficina, calle del
Lobo... No recuerdo el número, pero sí que era muy cerca de la Carrera de San Jerónimo.
Contristadísimo, bien que grave y en
apariencia dueño de su dolor, estaba el joven ingeniero trabajando ya a aquella
hora con sus ayudantes en no sé qué proyecto de ferrocarril, y vestido de
riguroso luto. Abrazóme estrechísimamente y por largo rato, sin lanzar ni el
más leve suspiro; dio en seguida algunas instrucciones sobre el trabajo
pendiente a uno de sus ayudantes, y condújome, en fin, a su despacho
particular, situado al extremo opuesto de la casa, diciéndome por el camino con
acento lúgubre y sin mirarme:
-Mucho me alegro de que hayas
venido... Varias veces te he echado de menos en el estado en que me hallo...
Ocúrreme una cosa muy particular y extraña, que sólo un amigo como tú podría
oír sin considerarme imbécil o loco) y acerca de la cual necesito oír alguna
opinión serena y fría como la ciencia... Siéntate... -prosiguió diciendo,
cuando hubimos llegado a su despacho-, y no temas en manera alguna que vaya a
angustiarte describiéndote el dolor que me aflige, y que durará tanto como mi
vida... ¿Para qué? ¡Tú te lo figurarás fácilmente a poco que entiendas de
cuitas humanas, y yo no quiero ser consolado ni ahora, ni después, ni nunca! De
lo que te voy a hablar con la detención que requiere el caso, o sea tomando el
asunto desde su origen, es de una circunstancia horrenda y misteriosa que ha
servido como de agüero infernal a esta desventura, y que tiene conturbado mi
espíritu hasta un extremo que te dará espanto...
-¡Habla! -respondí yo, comenzando a
sentir, en efecto, no sé qué arrepentimiento de haber entrado en aquella casa,
al ver la expresión de cobardía que se pintó en el rostro de mi amigo.
No sé si por fatalidad innata de mi
imaginación, o por vicio adquirido al oír alguno de aquellos cuentos de vieja
con que tan imprudentemente se asusta a los niños en la cuna, el caso es que
desde mis tiernos años no hubo cosa que me causase tanto horror y susto, ya me
la figurara mentalmente, ya me la encontrase en realidad, como una mujer sola,
en la calle, a las altas horas de la noche.
Te consta que nunca he sido cobarde.
Me batí en duelo, como cualquier hombre decente, cierta vez que fue necesario,
y recién salido de la Escuela de Ingenieros, cerré a palos y a tiros en
Despeñaperros con mis sublevados peones, hasta que los reduje a la obediencia.
Toda mi vida, en Jaén, en Madrid y en otros varios puntos, he andado a deshora
por la calle, solo, sin armas, atento únicamente al cuidado amoroso que me
hacía velar, y si por acaso he topado con bultos de mala catadura, fueran
ladrones o simples perdonavidas, a ellos les ha tocado huir o echarse a un
lado, dejándome libre el mejor camino... Pero si el bulto era una mujer sola,
parada o andando, y yo iba también solo, y no se veía más alma viviente por
ningún lado... entonces (ríete si se te antoja, pero créeme) poníaseme carne de
gallina; vagos temores asaltaban mi espíritu; pensaba en almas del otro mundo,
en seres fantásticos, en todas las invenciones supersticiosas que me hacían
reír en cualquier otra circunstancia, y apretaba el paso, o me volvía atrás,
sin que ya se me quitara el susto ni pudiera distraerme ni un momento hasta que
me veía dentro de mi casa.
Una vez en ella, echábame también a
reír y avergonzábame de mi locura, sirviéndome de alivio el pensar que no la
conocía nadie. Allí me daba cuenta fríamente de que, pues yo no creía en
duendes, ni en brujas, ni en aparecidos, nada había debido temer de aquella flaca
hembra, a quien la miseria, el vicio o algún accidente desgraciado tendrían a
tal hora fuera de su hogar, y a quien mejor me hubiera estado ofrecer auxilio
por si lo necesitaba, o dar limosna si me la pedía... Repetíase, con todo, la
deplorable escena cuantas veces se me presentaba otro caso igual, ¡y cuenta que
ya tenía yo veinticinco años, muchos de ellos de aventurero nocturno, sin que
jamás me hubiese ocurrido lance alguno penoso con las tales mujeres solitarias
y trasnochadoras!... Pero, en fin, nada de lo dicho llegó nunca a adquirir
verdadera importancia, pues aquel pavor irracional se me disipaba siempre tan
luego como llegaba a mi casa o veía otras personas en la calle, y ni tan
siquiera lo recordaba a los pocos minutos, como no se recuerdan las
equivocaciones o necedades sin fundamento ni consecuencia.
Así las cosas, hace muy cerca de
tres años... (desgraciadamente, tengo varios motivos para poder fijar la fecha:
¡la noche del 15 al 16 de noviembre de 1857) volvía yo, a las tres de la
madrugada, a aquella casita de la calle de Jardines, cerca de la calle de la
Montera, en que recordarás viví por entonces... Acababa de salir, a hora tan
avanzada, y con un tiempo feroz de viento y frío, no de ningún nido amoroso,
sino de... (te lo diré, aunque te sorprenda), de una especie de casa de juego,
no conocida bajo este nombre por la policía, pero donde ya se habían arruinado
muchas gentes, y a la cual me habían llevado a mí aquella noche por primera...
y última vez. Sabes que nunca he sido jugador; entré allí engañado por un mal
amigo, en la creencia de que todo iba a reducirse a trabar conocimiento con
ciertas damas elegantes, de virtud equívoca (demi-monde puro), so
pretexto de jugar algunos maravedises al Enano, en mesa redonda, con
faldas de bayeta; y el caso fue que a eso de las doce comenzaron a llegar
nuevos tertulios, que iban del teatro Real o de salones verdaderamente
aristocráticos, y mudóse de juego, y salieron a relucir monedas de oro, después
billetes y luego bonos escritos con lápiz, y yo me enfrasqué poco a poco en la
selva oscura del vicio, llena de fiebres y tentaciones, y perdí todo lo que
llevaba, y todo lo que poseía, y aun quedé debiendo un dineral... con el pagaré
correspondiente. Es decir, que me arruiné por completo, y que, sin la herencia
y los grandes negocios que tuve en seguida, mi situación hubiera sido muy
angustiosa y apurada.
Volvía yo, digo, a mi casa aquella
noche, tan a deshora, yerto de frío, hambriento, con la vergüenza, y el disgusto
que puedes suponer, pensando, más que en mí mismo, en mi anciano y enfermo
padre, a quien tendría que escribir pidiéndole dinero, lo cual no podría menos
de causarle tanto dolor como asombro, pues me consideraba en muy buena y
desahogada posición..., cuando, a poco de penetrar en mi calle por el extremo
que da a la de Peligros, y al pasar por delante de una casa recién construida
de la acera que yo llevaba, advertí que en el hueco de su cerrada puerta estaba
de pie, inmóvil y rígida, como si fuese de palo, una mujer muy alta y fuerte,
como de sesenta años de edad, cuyos malignos y audaces ojos sin pestañas se
clavaron en los míos como dos puñales, mientras que su desdentada boca me hizo
una mueca horrible por vía de sonrisa...
El propio terror o delirante miedo
que se apoderó de mí instantáneamente diome no sé qué percepción maravillosa
para distinguir de golpe, o sea en dos segundos que tardaría en pasar rozando
con aquella repugnante visión, los pormenores más ligeros de su figura y de su
traje... Voy a ver si coordino mis impresiones del modo y forma que las recibí,
y tal y como se grabaron para siempre en mi cerebro a la mortecina luz del
farol que alumbró con infernal relámpago tan fatídica escena...
Pero me excito demasiado, ¡aunque no
sin motivo, como verás más adelante! Descuida, sin embargo, por el estado de mi
razón... ¡Todavía no estoy loco!
Lo primero que me chocó en aquella
que denominaré mujer fue su elevadísima talla y la anchura de sus
descarnados hombros; luego, la redondez y fijeza de sus marchitos ojos de búho,
la enormidad de su saliente nariz y la gran mella central de su dentadura, que
convertía su boca en una especie de oscuro agujero, y, por último, su traje de
mozuela del Avapiés, el pañolito nuevo de algodón que llevaba a la cabeza,
atado debajo de la barba, y un diminuto abanico abierto que tenía en la mano, y
con el cual se cubría, afectando pudor, el centro del talle.
¡Nada más ridículo y tremendo, nada
más irrisorio y sarcástico que aquel abaniquillo en unas manos tan enormes, sirviendo
como de cetro de debilidad a giganta tan fea, vieja y huesuda! Igual efecto
producía el pañolejo de vistoso percal que adornaba su cara, comparado con
aquella nariz de tajamar, aguileña, masculina, que me hizo creer un momento (no
sin regocijo) si se trataría de un hombre disfrazado... Pero su cínica mirada y
asquerosa sonrisa eran de vieja, de bruja, de hechicera, de Parca..., ¡no sé de
qué! ¡De algo que justificaba plenamente la aversión y el susto que me habían
causado toda mi vida las mujeres que andaban solas, de noche, por la calle!...
¡Dijérase que, desde la cuna, había presentido yo aquel encuentro! ¡Dijérase
que lo temía por instinto, como cada ser animado teme y adivina, y ventea, y
reconoce a su antagonista natural antes de haber recibido de él ninguna ofensa,
antes de haberlo visto, sólo con sentir sus pisadas!
No eché a correr en cuanto vi a la
esfinge de mi vida, menos por vergüenza o varonil decoro, que por temor a que
mi propio miedo le revelase quién era yo, o le diese alas para seguirme, para
acometerme, para... ¡no sé! ¡Los peligros que sueña el pánico no tienen forma
ni nombre traducibles!
Mi casa estaba al extremo opuesto de
la prolongada y angosta calle en que me hallaba yo solo, enteramente solo con
aquella misteriosa estantigua, a quien creía capaz de aniquilarme con una
palabra... ¿Qué hacer para llegar hasta allí? ¡Ah! ¡Con qué ansia veía a lo
lejos la anchurosa y muy alumbrada calle de la Montera, donde a todas horas hay
agentes de la autoridad!
Decidí, pues, sacar fuerzas de
flaqueza; disimular y ocultar aquel pavor miserable; no acelerar el paso, pero
ganar siempre terreno, aun a costa de años de vida y de salud, y de esta manera
poco a poco, irme acercando a mi casa, procurando muy especialmente no caerme
antes redondo al suelo.
Así caminaba...; así habría andado
ya lo menos veinte pasos desde que dejé atrás la puerta en que estaba escondida
la mujer del abanico, cuando de pronto me ocurrió una idea horrible, espantosa,
y, sin embargo, muy racional: ¡la idea de volver la cabeza a ver si me seguía
mi enemiga!
-Una de dos... -pensé con la rapidez
del rayo-: o mi terror tiene fundamento o es una locura; si tiene fundamento,
esa mujer habrá echado detrás de mí, estará alcanzándome y no hay salvación para
mí en el mundo... Y si es una locura, una aprensión, un pánico como cualquier
otro, me convenceré de ello en el presente caso y para todos los que me
ocurran, al ver que esa pobre anciana se ha quedado en el hueco de aquella
puerta preservándose del frío o esperando a que le abran; con lo cual yo podré
seguir marchando hacia mi casa muy tranquilamente y me habré curado de una
manía que tanto me abochorna.
¡Ah! ¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Qué
desventura! ¡La mujer alta me había seguido con sordos pasos, estaba encima de
mí, casi me tocaba con el abanico, casi asomaba su cabeza sobre mi hombro!
¿Por qué? ¿Para qué, Gabriel mío?
¿Era una ladrona? ¿Era efectivamente un hombre disfrazado? ¿Era una vieja
irónica, que había comprendido que le tenía miedo? ¿Era el espectro de mi
propia cobardía? ¿Era el fantasma burlón de las decepciones y deficiencias
humanas?
¡Interminable sería decirte todas
las cosas que pensé en un momento! El caso fue que di un grito y salí corriendo
como un niño de cuatro años que juzga ver al coco y que no dejé de correr hasta
que desemboqué en la calle de la Montera...
Una vez allí, se me quitó el miedo
como por ensalmo. ¡Y eso que la calle de la Montera estaba también sola! Volví,
pues, la cabeza hacia la de Jardines, que enfilaba en toda su longitud, y que
estaba suficientemente alumbrada por sus tres faroles y por un reverbero de la
calle de Peligros, para que no se me pudiese oscurecer la mujer alta si
por acaso había retrocedido en aquella dirección, y ¡vive el cielo que no la vi
parada, ni andando, ni en manera alguna!
«¡Esa bribona -me dije- se habrá
metido en el hueco de otra puerta!... Pero mientras sigan alumbrando los
faroles no se moverá sin que yo no lo note desde aquí...».
En esto vi aparecer a un sereno por
la calle del Caballero de Gracia, y lo llamé sin desviarme de mi sitio: díjele,
para justificar la llamada y excitar su celo, que en la calle de jardines había
un hombre vestido de mujer; que entrase en dicha calle por la de Peligros, a la
cual debía dirigirse por la de la Aduana; que yo permanecería quieto en aquella
otra salida y que con tal medio no podría escapársenos el que a todas luces era
un ladrón o un asesino.
Obedeció el sereno; tomó por la
calle de la Aduana, y cuando yo vi avanzar su farol por el otro lado de la de
Jardines, penetré también en ella resueltamente.
Pronto nos reunimos en su promedio,
sin que ni el uno ni el otro hubiésemos encontrado a nadie, a pesar de haber
registrado puerta por puerta.
-¡Eso será! -respondí yo abriendo la
puerta de la mía, con firme resolución de mudarme a otra calle al día
siguiente.
Pocos momentos después hallábame
dentro de mi cuarto tercero, cuyo picaporte llevaba también siempre conmigo, a
fin de no molestar a mi buen criado José.
¡Sin embargo, éste me aguardaba
aquella noche! ¡Mis desgracias del 15 al 16 de noviembre no habían concluido!
-Aquí ha estado -me respondió
visiblemente conmovido-, esperando a usted desde las once hasta las dos y
media, el señor comandante Falcón, y me ha dicho que, si venía usted a dormir a
casa, no se desnudase, pues él volvería al amanecer...
Semejantes palabras me dejaron frío
de dolor y espanto, cual si me hubieran notificado mi propia muerte... Sabedor
yo de que mi amadísimo padre, residente en Jaén, padecía aquel invierno
frecuentes y peligrosísimos ataques de su crónica enfermedad, había escrito a
mis hermanos que en el caso de un repentino desenlace funesto telegrafiasen al
comandante Falcón, el cual me daría la noticia de la manera más conveniente...
¡No me cabía, pues, duda de que mi padre había fallecido!
Sentéme en una butaca a esperar el
día y a mi amigo, y con ellos la noticia oficial de tan grande infortunio, y
¡Dios sólo sabe cuánto padecí en aquellas dos horas de cruel expectativa,
durante las cuales (y es lo que tiene relación con la presente historia) no podía
separar en mi mente tres ideas distintas, y al parecer heterogéneas, que se
empeñaban en formar monstruoso y tremendo grupo: mi pérdida al juego, el
encuentro con la mujer alta y la muerte de mi honrado padre!
-Mi amigo Telesforo -continuó
Gabriel después que hubo apurado otro vaso de vino- descansó también un momento
al llegar a este punto, y luego prosiguió en los términos siguientes:
-Si mi historia terminara aquí,
acaso no encontrarías nada de extraordinario ni sobrenatural en ella, y podrías
decirme lo mismo que por entonces me dijeron dos hombres de mucho juicio a
quienes se la conté: que cada persona de viva y ardiente imaginación tiene su
terror pánico; que el mío, eran las trasnochadoras solitarias, y que la vieja
de la calle de Jardines no pasaría de ser una pobre sin casa ni hogar, que iba
a pedirme limosna cuando yo lancé el grito y salí corriendo, o bien una
repugnante Celestina de aquel barrio, no muy católico en materia de amores...
También quise creerlo yo así;
también lo llegué a creer al cabo de algunos meses; no obstante lo cual hubiera
dado entonces años de vida por la seguridad de no volver a encontrarme a la mujer
alta. ¡En cambio, hoy daría toda mi sangre por encontrármela de nuevo!
-Me comprenderás si te digo que
volví a tropezar con ella hace tres semanas, pocas horas antes de recibir la
nueva fatal de la muerte de mi pobre Joaquina...
-Poco más tengo que decirte. Eran
las cinco de la madrugada; volvía yo de pasar la última noche, no diré de amor,
sino de amarguísimos lloros y desgarradora contienda, con mi antigua querida la
viuda de T..., ¡de quien érame ya preciso separarme por haberse publicado mi
casamiento con la otra infeliz a quien estaban enterrando en Santa Águeda a
aquella misma hora!
Todavía no era día completo; pero ya
clareaba el alba en las calles enfiladas hacia Oriente. Acababan de apagar los
faroles, y habíanse retirado los serenos, cuando, al ir a cortar la calle del
Prado, o sea a pasar de una a otra sección de la calle del Lobo, cruzó por
delante de mí, como viniendo de la plaza de las Cortes y dirigiéndose a la de
Santa Ana, la espantosa mujer de la calle de Jardines.
No me miró, y creí que no me había
visto... Llevaba la misma vestimenta y el mismo abanico que hace tres años...
¡Mi azoramiento y cobardía fueron mayores que nunca! Corté rapidísimamente la
calle del Prado, luego que ella pasó, bien que sin quitarle ojo, para
asegurarme que no volvía la cabeza, y cuando hube penetrado en la otra sección
de la calle del Lobo, respiré como si acabara de pasar a nado una impetuosa
corriente, y apresuré de nuevo mi marcha hacia acá con más regocijo que miedo,
pues consideraba vencida y anulada a la odiosa bruja, en el mero hecho de haber
estado tan próximo de ella sin que me viese...
De pronto, y cerca ya de esta mi
casa, acometióme como un vértigo de terror pensando en si la muy taimada vieja
me habría visto y conocido; en si se habría hecho la desentendida para dejarme
penetrar en la todavía oscura calle del Lobo y asaltarme allí impunemente; en
si vendría tras de mí; en si ya la tendría encima...
Vuélvome en esto..., y ¡allí estaba!
¡Allí, a mi espalda, casi tocándome con sus ropas, mirándome con sus viles
ojuelos, mostrándome la asquerosa mella de su dentadura, abanicándose
irrisoriamente, como si se burlara de mi pueril espanto!...
Pasé del terror a la más insensata
ira, a la furia salvaje de la desesperación, y arrojéme sobre el corpulento
vejestorio; tirélo contra la pared, echándole una mano a la garganta, y con la
otra, ¡qué asco!, púseme a palpar su cara, su seno, el lío ruin de sus cabellos
sucios, hasta que me convencí juntamente de que era criatura humana y mujer.
Ella había lanzado entretanto un
aullido ronco y agudo al propio tiempo que me pareció falso, o fingido, como
expresión hipócrita de un dolor y de un miedo que no sentía, y luego exclamó,
haciendo como que lloraba, pero sin llorar, antes bien mirándome con ojos de
hiena:
-¡Ya lo creo, alma mía! -respondió
sardónicamente-. ¡La noche de San Eugenio, en la calle de Jardines, hace tres
años!...
-Pero, ¿quién es usted? -le dije sin
soltarla-. ¿Por qué corre detrás de mí? ¿Qué tiene usted que ver conmigo?
-Yo soy una débil mujer... -contestó
diabólicamente-. ¡Usted me odia y me teme sin motivo!... Y si no, dígame usted,
señor caballero: ¿por qué se asustó de aquel modo la primera vez que me vio?
-¡Desde antes que nacieras! Y cuando
te vi pasar junto a mí hace tres años, me dije a mí misma- «¡Éste es!».
-¡El demonio! -respondió la vieja
escupiéndome en mitad de la cara, librándose de mis manos y echando a correr
velocísimamente con las faldas levantadas hasta más arriba de las rodillas y
sin que sus pies moviesen ruido alguno al tocar la tierra...
¡Locura intentar alcanzarla!...
Además, por la Carrera de San Jerónimo pasaba ya alguna gente, y por la calle
del Prado también. Era completamente de día. La mujer alta siguió
corriendo, o volando, hasta la calle de las Huertas, alumbrada ya por el sol;
paróse allí a mirarme; amenazóme una y otra vez esgrimiendo el abaniquillo
cerrado, y desapareció detrás de una esquina...
¡Espera otro poco, Gabriel! ¡No
falles todavía este pleito, en que se juegan mi alma y mi vida! ¡Óyeme dos
minutos más!
Cuando entré en mi casa me encontré
con el coronel Falcón, que acababa de llegar para decirme que mi Joaquina, mi
novia, toda mi esperanza de dicha y ventura sobre la tierra, ¡había muerto el
día anterior en Santa Águeda! El desgraciado padre se lo había telegrafiado a
Falcón para que me lo dijese... ¡a mí, que debí haberlo adivinado una hora
antes, al encontrarme al demonio de mi vida! ¿Comprendes ahora que necesito
matar a la enemiga innata de mi felicidad, a esa inmunda vieja, que es como el
sarcasmo viviente de mi destino?
Pero ¿qué digo matar? ¿Es mujer? ¿Es
criatura humana? ¿Por qué la he presentido desde que nací? ¿Por qué me
reconoció al verme? ¿Por qué no se me presenta sino cuando me ha sucedido
alguna gran desdicha? ¿Es Satanás? ¿Es la Muerte? ¿Es la Vida? ¿Es el
Anticristo? ¿Quién es? ¿Qué es?...
-Os hago gracia, mis queridos amigos
-continuó Gabriel-, de las reflexiones y argumentos que emplearía yo para ver
de tranquilizar a Telesforo; pues son los mismos, mismísimos, que estáis
vosotros preparando ahora para demostrarme que en mi historia no pasa nada
sobrenatural o sobrehumano... Vosotros diréis que mi amigo estaba medio loco;
que lo estuvo siempre; que, cuando menos, padecía la enfermedad moral llamada
por unos terror pánico y por otros delirio emotivo; que, aun
siendo verdad todo lo que refería acerca de la mujer alta, habría que
atribuirlo a coincidencias casuales de fechas y accidentes; y, en fin,
que aquella pobre vieja podía también estar loca, o ser una ratera o una
mendiga, o una zurcidora de voluntades, como se dijo a sí propio el héroe de mi
cuento en un intervalo de lucidez y buen sentido...
-¡Admirable suposición! -exclamaron
los camaradas de Gabriel en variedad de formas-. ¡Eso mismo íbamos a
contestarte nosotros!
-Pues escuchad todavía unos momentos
y veréis que yo me equivoqué entonces, como vosotros os equivocáis ahora. ¡El
que desgraciadamente no se equivocó nunca fue Telesforo! ¡Ah! ¡Es mucho más
fácil pronunciar la palabra locura que hallar explicación a ciertas
cosas que pasan en la Tierra!
-Voy allá; y esta vez, por ser ya la
última, reanudaré el hilo de mi historia sin beberme antes un vaso de vino.
A los pocos días de aquella
conversación con Telesforo, fui destinado a la provincia de Albacete en mi
calidad de ingeniero de Montes; y no habían transcurrido muchas semanas cuando
supe, por un contratista de obras públicas, que mi infeliz amigo había sido
atacado de una horrorosa ictericia; que estaba enteramente verde, postrado en
un sillón, sin trabajar ni querer ver a nadie, llorando de día y de noche con
inconsolable amargura, y que los médicos no tenían ya esperanza alguna de
salvarlo. Comprendí entonces por qué no contestaba a mis cartas, y hube de
reducirme a pedir noticias suyas al coronel Falcón, que cada vez me las daba
mas desfavorables y tristes...
Después de cinco meses de ausencia,
regresé a Madrid el mismo día que llegó el parte telegráfico de la batalla de
Tetuán. Me acuerdo como de lo que hice ayer. Aquella noche compré la
indispensable Correspondencia de España, y lo primero que leí en ella
fue la noticia de que Telesforo había fallecido y la invitación a su entierro
para la mañana siguiente.
Comprenderéis que no falté a la
triste ceremonia. Al llegar al cementerio de San Luis, adonde fui en uno de los
coches más próximos al carro fúnebre, llamó mi atención una mujer del pueblo,
vieja, y muy alta, que se reía impíamente al ver bajar el féretro, y que luego
se colocó en ademán de triunfo delante de los enterradores, señalándoles con un
abanico muy pequeño la galería que debían seguir para llegar a la abierta y
ansiosa tumba...
A la primera ojeada reconocí, con
asombro y pavura, que era la implacable enemiga de Telesforo, tal y como él me
la había retratado, con su enorme nariz, con sus infernales ojos, con su
asquerosa mella, con su pañolejo de percal y con aquel diminuto abanico, que
parecía en sus manos el cetro del impudor y de la mofa...
Instantáneamente reparó en que yo la
miraba, y fijó en mí la vista de un modo particular como reconociéndome, como
dándose cuenta de que yo la reconocía, como enterada de que el difunto me había
contado las escenas de la calle de Jardines y de la del Lobo, como
desafiándome, como declarándome heredero del odio que había profesado a mi
infortunado amigo...
Confieso que entonces mi miedo fue
superior a la maravilla que me causaban aquellas nuevas coincidencias o casualidades.
Veía patente que alguna relación sobrenatural anterior a la vida terrena había
existido entre la misteriosa vieja y Telesforo; pero en tal momento solo me
preocupaba mi propia vida, mi propia alma, mi propia ventura, que correrían
peligro si llegaba a heredar semejante infortunio...
La mujer alta se echó a reír,
y me señaló ignominiosamente con el abanico, cual si hubiese leído en mi pensamiento
y denunciase al público mi cobardía... Yo tuve que apoyarme en el brazo de un
amigo para no caer al suelo, y entonces ella hizo un ademán compasivo o
desdeñoso, giró sobre los talones y penetró en el campo santo con la cabeza
vuelta hacia mí, abanicándose y saludándome a un propio tiempo, y contoneándose
entre los muertos con no sé qué infernal coquetería, hasta que, por último,
desapareció para siempre en aquel laberinto de patios y columnatas llenos de
tumbas...
Y digo para siempre, porque
han pasado quince años y no he vuelto a verla... Si era criatura humana, ya
debe de haber muerto, y si no lo era, tengo la seguridad de que me ha
desdeñado...
¡Conque vamos a cuentas! ¡Decidme
vuestra opinión acerca de tan curiosos hechos! ¿Los consideráis todavía naturales?
Ocioso fuera que yo, el autor del
cuento o historia que acabáis de leer, estampase aquí las contestaciones que
dieron a Gabriel sus compañeros y amigos, puesto que, al fin y a la postre,
cada lector habrá de juzgar el caso según sus propias sensaciones y
creencias...
Prefiero, por consiguiente, hacer
punto final en este párrafo, no sin dirigir el más cariñoso y expresivo saludo
a cinco de los seis expedicionarios que pasaron juntos aquel inolvidable día en
las frondosos cumbres del Guadarrama.
Valdemoro, 25 de agosto de 1881.
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